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DEJA VU libro autobiográfico, 2013.

  • Foto del escritor: Fabián Leppez
    Fabián Leppez
  • 15 may 2013
  • 6 Min. de lectura

LOS BÁRBAROS

a los que se reunían casi sin conocerse.

Se mixaban en juergas domésticas. Venía -irreplegable- un amigo panzón con estéreo bajo el brazo. Saludaba en general sin besar a nadie con una sonrisa terca colgada del bigote. Dejaba el Movicom en la chimenea porque ahí había señal e incomodaba portarlo. Sobresalía parado. Rara vez se sentaba. Zigzagueaba disparando chistes verdes y cada tanto salía a chequear si le robaron el auto. En todas las fiestas, él y su familia eran imanes en la heladera. Implacable jugando al truco, insistía en contar los puntos con porotos o fósforos. A mí me gustaba su hija y creo que ella también gustaba de mí. Pero, a los ocho años, uno suele tener más vergüenza que diálogo. No la dejaban jugar a las escondidas con los varones. Puchereaba en la cocina viendo cómo

las mujeres cocinaban con bocas en las manos y levitaba preparando ensaladas. Comíamos en una mesa aparte y debíamos esperar las complacencias. Para tomar más jugo, primero había que comer. Y ¡pobre de nosotros si nos manchábamos la ropa! Recuerdo esas mesas repletas de empanadas crudas y ese olor a carne freezada que mordía cada vez que abrían la heladera. Recuerdo que nos mandaban a dormir temprano y desde la cama oíamos todo. Incluso, ésa vez que se pelearon. Escuchamos ruidos de botellas rotas y a las mujeres gritando. Desde ese día, el amigo con estéreo bajo el brazo no volvió más. Pero aún prevalece y me pregunto si reconocería hoy a la hija que tanto me inundaba y nunca me animé a sacudirle la vergüenza.

LA BANDA ELÁSTICA

A Bellene y los 6 del Fondo.

En la primaria, tuvimos un profesor desenchufado como el profesor hippie de Sandrini, pero más pro. Nos hacía acomodar las mesas en círculo para vernos las caras durante su materia y procuraba que la clase de historia tuviera humor. Una vez pasamos al pizarrón a escribir lo que cada uno pensaba que era la revolución. No entendíamos nada y escribimos cualquier cosa. Era obvio que nuestros padres no nos lo habían enseñado y que él no nos lo iba a aclarar. Habían pintado el Guernica al fondo del aula y eso tampoco lo supo explicar. Pasamos al frente de a uno intentando captar algo que nunca entendimos y, seguro, muchos de mis compañeros no entienden todavía. Años después, el profesor fue director del colegio y salió en todos los noticieros cuando un compañero de mi hermano llevó una pistola al salón y se pegó un tiro solo.

Lo vapulearon por sus respuestas estúpidas sobre cómo un nene pudo entrar al establecimiento con un arma en la mochila y cómo un director no estaba al tanto de lo que bajo su tutela ocurría. El chico que se disparó solo, tenía la misma edad que yo cuando él intentó inútilmente darnos cátedra de revolución. No recuerdo si ese día mencionó las armas. Pero sí, recuerdo su cara de espanto cuando los medios oportunistas lo cercaron golpeándolo con el micrófono en la cara exigiendo que explique cómo un nene de 11 años entra con un revólver a la escuela entre bullying y elefantes y sin saber siquiera el significado de la palabra revolución.

2001 a Lucho y Sebas Cuando hablamos del 2001, recuerdo al almacenero apostado en el techo de su local con una escopeta/ las persianas bajas/ y su hijo escoltándolo/ soldados de la barbarie/ A ésa gente que veía impoluta asistir a la iglesia correr descascarando al mayorista. El helicóptero rodando sus espuelas sobre nuestras cabezas/ una imagen coja de la muerte y el amigo que pedía por favor que vuelva Carlos. El supermercado extranjero carroñado, sus tripas esparcidas por la vereda y la sangre apoltronada en las rodillas del arrebatador. Cuando rememoro el 2001, me recuerdo terminando el secundario ensordecido con la brújula epiléptica tiritándome en las pupilas y la navidad tosca/ la navidad tuerta/ La angustia pidiendo permiso para ingresar en la puerta del cementerio y el silencio entrando con saliva como hilo en el ojal mientras recorríamos varias cuadras buscando dónde comprar alimentos.

CAMBIA LA PIEL

A Seba, Martín y Horacio.

Todas las bailantas en las que despistamos de adolescentes fueron convertidas en iglesias. Wall Street, donde debería construirse un monumento al levante/ donde nos desgraciábamos de adolescentes, es una Iglesia Universal. Y Dimensión, el mayorista de besos donde aprendimos a masajear, es el Templo Nueva Vida del no sé qué/ Todos los manoseos y apretujones en el rincón morarán por siempre en la historia de esas paredes y de esas mujeres que no vimos nunca más. Esas que hoy, tienen hijos y utilizan su nombre verdadero. Pero, en nuestra línea de tiempo, figura que nos arrinconábamos y teníamos sexo sin cuidarnos, mientras su amiga se entretenía con alguno de los nuestros. Y quizás hoy vayan a esos templos a rezar, a emparchar sus pecados a implorar con los brazos en alto obedeciendo al obispo brasilero frente a las mismas paredes donde -arremangando la minifaldacogíamos sin protección. Sobre esos ladrillos reescribimos la histeria

de la efervescencia, donde sin pensar actuamos mucho. Ahí, donde algunos vuelven rastreando el olor de esas ceremonias.

Ayer, pasé en colectivo por enfrente de

el histórico puticlub de Moreno en Ruta 7

y vi que habían abierto allí un lavadero.

Pero esa

esa es otra historia…

RETRO a mi mamá, Blanca Zulema Mi madre siempre fue un blíster. Iba jalando uno a uno los hijos que después la abandonarían. Yo he catado también las tetas que chuparon mis hermanos y mi papá. He atravesado las hilachas de su vagina con mi cabeza cruda. Hemos sido golpeados por los mismos puños y me han sacudido la incomprensión de sus nudillos. La he visto fregar y colgar sus calzones destruidos y su vida igualmente refregada por el fisco y destruida por los astros. He visto a mi madre vestir todas sus décadas con la misma ropa mientras nosotros desfilamos por las pasarelas del infierno luciendo los diseños más osados y las zapatillas de capricho que nunca nos duraban más de un mes. La he visto partida en esos días nublados en que la plancha no funcionaba y debía colgar los jeans frente a la estufa para que no humedezcan. La he visto carcajearse mirando Susana y contar con entusiasmo las novelas trasmitidas por Radiolandia. La he visto remendar medias insalvables con foquito y dedal, amasando ñoquis con la pata de la mesa floja y guardar con dulzura cosas inútiles: souvenires de 15 años de no se sabe quién/ tarjetas musicales del día de la madre descoloridas/ fotos desangeladas y adornos pegados con La Gotita. He visto a mamá con moretones inciertos y costras de guerras domiciliarias.

De las que llevan jugo de naranja en una botella de Coca Cola, así es mi mamá. Estirando las sobras para que no falte. Haciendo, de un ingrediente, tres alimentos.

No es solamente el olor a tintura lo que nos acerca a ella. Es el cuento que siempre esperábamos mientras hacía cuentas en la cocina frente a las boletas y es la angustia de que algún día ante un cuadro de su sonrisa embalsamada sólo podamos recordarla.

EXCOFINAS

a todas las que me atravezaron.

Cada vez que una nueva golpea las murallas de mi pecho, recuerdo a las anteriores. Todas las lenguas que enhebraron mi boca, todos los rouges quebradizos, las medias desarmadas, todos los nombres censurados. Cada vez que un frío de lentejas se aploma en mis huesos, retornan como felpa en mis manos... la rusa, la judía, la peruana, la rubia, la morena, la pecosa, la de ojos claros y la que controlaba las calorías de los alimentos; la que me odia porque nunca le pedí que volvamos y la que se ponía mis camisas para precalentar; la que tomaba pastillas y la que me ponía el condón con la boca; la que me dijo que no, atragantada en la neblina del sí; la que hundió su mano en mi pantalón al fondo del colectivo y no nos vimos nunca más; la que revolvió su mano en mi corazón desordenado y lo destartaló; la que huyó de sus padres y apareció en casa moreteada; la que nos descubrieron sus hermanos garchando en el entrepiso y salimos corriendo semidesnudos; la que despreciaba tomar mate; la que estudiaba enfermería y tenía un cráneo en su mesita de luz; la que se incineraba en los bailes; la que trabajaba en un prostíbulo; la que enrojecía los viernes; la que nunca vino a casa sin avisar; la que tenía un hijo de mi edad; la que hablaba francés; la que me llamaba alcoholizada; la que dió vuelta conmigo al obelisco cuando Boca salió campeón; la bisexual que luego novió con mi mejor amiga; la que estudiaba abogacía; la de rastas// Todas/ Todas se me aparecen con su multiplicidad eterna. Con sus olores, sus tersuras. Sus cuerpos arremolinados. Y pregunto: ¿Cuándo caducará ésta que aparece? ¿Cuántas balas disparará en mi pierna chueca? ¿Cuánto tiempo tardará en decir te quiero o te amo casi sin sentirlo? ¿Cómo será el nuevo ritual de aniversario? y ¿qué tán lejos se irá cuando decidamos separar nuestras pertenencias; devolver la llave de la casa del otro y arrumbar la rutina de mandarnos un mensaje que diga: ¿Cómo estás?.

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